La máscara más pequeña del mundo

Ahora que las mascarillas higiénicas se han puesto de moda debido a esta inesperada pandemia que el karma nos tenía guardada, que nos estamos dando cuenta de lo infinitamente incómodo que  resulta llevarlas en el día a día y que somos conscientes de lo tremendamente difícil que es comunicarse con el resto del mundo cuando un trozo de tela «polipropilénica» te tapa gran parte del rostro, vengo yo este mes a deciros que conozco una máscara maravillosa que podría ser uno de los remedios más maravillosos para salir de este pozo de malestar emocional y social cuando por fin volvamos a «tener permiso» para estar juntos sin guardar distancias.

Si desgraciadamente la pandemia nos ha enseñado a mantenernos lejos incluso de aquellos que más queremos, en la era del post-coronavirus va a ser esencial gestionar ese miedo «al otro» y ese miedo «al estar cerca» que inevitable y lógicamente se han generado por culpa de la presencia del COVID-19. Y es que el verdadero reto después de esta insólita epidemia va a ser «desaprender» todo aquello que ha sido necesario aprender para poder sobrevivir y volver a confiar en la vida. Volver de nuevo a dar espacio a esos anhelados abrazos, a esos deseados besos y a esas ganas de acortar distancia que en todo este tiempo ha significado un peligro para nuestra integridad física. Abrazos y besos que no son otra cosa que el alimento del alma que el ser humano necesita para seguir desarrollándose y evolucionando como tal.

A esta máscara tan peculiar de la que hoy os quiero hablar se le llama «la máscara más pequeña del mundo» ya que oculta únicamente la nariz de nuestro rostro. Tiene poderes realmente increíbles y es una paradoja en sí misma, puesto que al utilizarla se produce el efecto contrario a lo que a priori, se supone, se quiere conseguir cuando uno la usa: en vez de ocultarte tras ella, ponértela supone asumir el riesgo de «enseñarte» más allá del propio físico. Ponerte la nariz de payaso, esa máscara tan pequeña, implica estar dispuesto a enseñarse a uno mismo tal y como es, con las emociones que nos acompañan en cada momento. Mostrarnos con nuestras fortalezas, pero también con nuestra vulnerabilidad. Vulnerabilidad que hemos aprendido a ocultar en nuestro día a día y que con tanto trabajo y esfuerzo nos empeñamos en esconder para reafirmarnos en nuestro ego, huyendo de la debilidad y del miedo a los juicios y presiones externas, muchas veces autoimpuestas.

Por eso esta nariz roja es mágica. Porque nos ayuda a huir de ese «Pepito Grillo» que todos tenemos dentro, y nos lleva hacia un lugar en donde, como decía aquel, «lo esencial es invisible a los ojos», y no nos importa ser nosotros mismos sin más. Nos ayuda a conectarnos de nuevo con esa cualidad que en muchas ocasiones el paso del tiempo va difuminando de nuestro sentir y que no es otra cosa que las ganas de seguir descubriendo el mundo, desde la poderosa mirada atenta, receptiva, siempre positiva. Porque todo es un SÍ rotundo. Incluso la posibilidad de fracasar es acogida con ganas, como una oportunidad de aprendizaje más que como una derrota o una frustración.

Dejar salir el payaso que uno lleva dentro es una experiencia maravillosa de autoconocimiento. Nos devuelve la posibilidad de enternecernos y sorprendernos con nosotros mismos. Nos permite contemplar la vida desde lo sencillo, desde lo natural. Y lo hace a través de otras de las cualidades que vamos olvidando conforme vamos creciendo: el jugar. Si contemplamos detenidamente una criatura pequeña, nos damos cuenta cómo mediante el juego consigue ir interpretando el mundo y el entorno donde vive, y le ayuda a aprender a relacionarse, asumiendo formas de convivencia y maneras de vincularse con el resto de iguales.

Esta peculiaridad tan humana, la de jugar como mecanismo de aprendizaje, es una herramienta universal de comunicación y expresión. A través del juego podemos tratar cualquier tema sin prejuicios y sin tabúes, y es un medio ideal para abordar cuestiones y materias complicadas de afrontar, siempre desde el máximo respeto que es como se hace todo en la filosofía payasa, y más que eso, con el placer inmenso que el jugar por jugar otorga.

Otra de las características que definen el trabajo a través del payaso, y para mi una de las más importantes, es que el propio cuerpo es clave en la expresión, sobre todo emocional. Expresarse físicamente y posicionar el cuerpo como un epicentro esencial de comunicación, lo convierten en un elemento universal de conocimiento personal y una hermosa forma de lenguaje para compartir con el resto.

Y es que el payaso no actúa. El payaso ES. No interpreta ningún papel. Se muestra con sus imperfecciones y con sus aciertos delante de un público que también forma parte de su entorno puesto que, a diferencia del teatro, no hay una cuarta pared. El Clown (como también se le llama al payaso) contempla infinitas posibilidades, miradas y formas de valorar una misma realidad y hace un constante trabajo de improvisación maravilloso. Esta versatilidad le confiere una capacidad enorme de enfrentarse a las dificultades de múltiples maneras. Porque para el payaso no existe la perfección, y por tanto no existe una única forma de resolver un conflicto. Su imperfección la tiene totalmente asumida y en muchas ocasiones puede ser como un verdadero motor de cambio y búsqueda de nuevas oportunidades.

El objetivo del Clown, más allá de hacer reír, es HACER SENTIR. Está abierto a la experimentación con sus propias emociones, y sobre todo, dispuesto a mostrarlas y compartirlas con los demás. Es coherente en cada momento con lo que siente porque no se juzga, y por tanto, está lleno de espontaneidad. Es un ser curioso y con la necesidad de participar y compartir cada uno de sus descubrimientos. Es ese dar y recibir que supone estar abierto a todo lo que pueda pasar, improvisando a cada momento, lo que le hace estar y sentirse vivo. La aceptación sana de todo aquello que va experimentando y el hecho de buscar de forma inagotable diferentes alternativas, le hacen ser un ser especial, conectado consigo mismo y con sus emociones de forma directa y saludable.

Son muchas las razones que hacen del trabajo a través del Clown un instrumento de auto aprendizaje poderoso, enormemente educativo, y sin querer pretenderlo, extremadamente terapéutico: dejarse llevar por ese ser misterioso y ávido de conocimiento resulta muy liberador, puesto que nos ayuda a contemplar la existencia sin más filtros que las propias emociones y los sentimientos más profundos.

Así que, si en alguna ocasión os animáis a experimentar con otra máscara que no sea la que nos ha tocado usar en tiempos de pandemia, esa máscara más pequeña del mundo, la de color rojo, no os olvidéis que estáis entrando en un mundo maravilloso en donde todo es juego. Un mundo en donde el verdadero reto no es el de «hacer payasadas». El verdadero reto es ser uno mismo y no tener miedo ni vergüenza a mostrarlo.